Veo caer -por mi ventana empañada- algunas lágrimas de musas.
Recuerdo uno de los tantos días de mi infancia feliz, era una tarde invernal, sentada en la alfombra, con seis años, agarrando mis rodillas y examinando la profundidad de cada arruga que adornaba la dorada piel de mi abuelo, mientras él penetraba sus gruesas gafas con aquella mirada, que iba directamente hacia mí, y que yo, al no poder soportar sus pequeños ojos cafés, la esquivaba. Recuerdo tanto su olor a madera que podía sentir cada vez que nos sentábamos cerca de la ventana y me abrazaba con esos fuertes y gastados brazos, recuerdo sus susurros en días como éste, diciéndome casi en silencio que contemple el cielo y lo trate de alcanzar, poniendo en seguida sus manos sobre mis ojos y pidiendo que me imagine en el cielo, con las musas contemplándome desde las nubes e invitándome a subir porque se sentían solas. Al abrir los ojos le decía a mi abuelo que no podía llegar, que ellas estaban volando muy alto y yo me sentía tan pequeña. Él sonreía, decía que por eso lloraban, porque todos se rendían poco antes de llegar.
Tiempo después, mi abuelo, en su cama y con mucha gente alrededor, me llamó y me dijo: las veo, las veo tan cerca, y están felices de verme llegar. Vuela, hija, nunca dejes de volar, no importa cuán largo sea el camino. Tomó mi mano y cerró los ojos para siempre.
Ese viernes invernal, el cielo oscureció pero no llovió.
Recuerdo uno de los tantos días de mi infancia feliz, era una tarde invernal, sentada en la alfombra, con seis años, agarrando mis rodillas y examinando la profundidad de cada arruga que adornaba la dorada piel de mi abuelo, mientras él penetraba sus gruesas gafas con aquella mirada, que iba directamente hacia mí, y que yo, al no poder soportar sus pequeños ojos cafés, la esquivaba. Recuerdo tanto su olor a madera que podía sentir cada vez que nos sentábamos cerca de la ventana y me abrazaba con esos fuertes y gastados brazos, recuerdo sus susurros en días como éste, diciéndome casi en silencio que contemple el cielo y lo trate de alcanzar, poniendo en seguida sus manos sobre mis ojos y pidiendo que me imagine en el cielo, con las musas contemplándome desde las nubes e invitándome a subir porque se sentían solas. Al abrir los ojos le decía a mi abuelo que no podía llegar, que ellas estaban volando muy alto y yo me sentía tan pequeña. Él sonreía, decía que por eso lloraban, porque todos se rendían poco antes de llegar.
Tiempo después, mi abuelo, en su cama y con mucha gente alrededor, me llamó y me dijo: las veo, las veo tan cerca, y están felices de verme llegar. Vuela, hija, nunca dejes de volar, no importa cuán largo sea el camino. Tomó mi mano y cerró los ojos para siempre.
Ese viernes invernal, el cielo oscureció pero no llovió.
2 comentarios:
Awww.... muy linda historia :(
Me gusta como la has redactado. Está excelente todo!
El invierno tiene ese toque íntimo y esa modestia en colores, sonidos, te invita a pensar. Sus lluvias no son como las salvajes lluvias de primavera y verano, ni tan tormentosas como las de otoño (por lo menos acá...)
No sé... quizás tu abuelo eligió el momento ideal para irse.
Habían muchas preguntas que tenía, casi retoricas. Este escrito intenta acercarse a alguna verdad.
Y de una manera tan preciosa!
Felicidades, esta muy bien elaborado.
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